¿DE CUÁL MÚSICA ESTAMOS HECHOS?

Por Salvador Montoya/Escritor*
Mi abuelo es un arpista empírico (es decir, guataquero; es decir, no estudiado; es decir, no académico). Recuerdo en mi infancia y adolescencia las fiestas en su casa a punta de arpa, cuatro y maracas. Pero su nieto (yo) me intoxiqué positivamente (creo) de demasiado reggae y de la música negra afroamericana (el jazz, el jazz, el jazz, el blues, el soul) y amo mi música llanera (mi joropo) pero terminé creando (no sé si bien) un reggae mestizo mal cantado por mí de seguro. Sí, estoy hecho de tal música. Lo que heredamos de la música llanera con su grito almático (Ah, tralailalai) nos remonta al pasado colonial español y sus reminiscencias en el flamenco que también tiene su grito almático (Ah-Ah-Ah) al compás de las manos y (Olé). Y ese grito hispano viene del tesoro árabe con su grito almático espiritual (Allah Akbar-Alá es grande). Entonces está hecho el llano venezolano de música árabe, de música flamenco y de compás indígena (por lo de las maracas).
Ahora bien, hasta mediados del siglo XX la preeminencia musical la tenía la música clásica europea del siglo XIX, del siglo XVIII, del siglo XVII, del siglo XVI. Sí, allí estaban Bach, Strauss, Mozart, Beethoven, Haydn y muchos más con sus genialidades sonoras. Sin embargo, los pueblos latinoamericanos crean sus sonoridades particulares. Y estos ritmos al principio fueron mal vistos, fueron denominados “ritmos del diablo”, “cosas satánicas”, “tufo de miserables”, y por tanto excluidos para la “gente decente”. La “gente decente” decía: “¡Dios! No bailes eso, no cantes eso, no toques eso”. Porque según tales “ritmos de gente baja” incitan a la lujuria, al desenfreno, a la brujería. Sobre todo porque el pueblo que creaba esos ritmos eran pueblos mestizos, afrodescendientes y además marginales pues todavía en muchos de esos países el positivismo filosófico afirmaba (y lo creían con seguridad científica) que los “negros, mulatos y mestizos” eran taras históricas que condenaban a las naciones al atraso, a la ignorancia y a la miseria. Pero con la incorporación del fonógrafo, de la radio, del cine y posteriormente la televisión los ritmos de los pueblos latinoamericanos fueron traspasando sus zonas geográficas y se convirtieron muchos años después en símbolos nacionales.
Pongamos una fecha: antes y después de la Segunda Guerra Mundial (1935-1945) se empezaron a escuchar con furor la ranchera (México), el son montuno (Cuba), el tango (Uruguay-Argentina), el bolero (Cuba), el vallenato (Colombia), la cumbia (su riqueza es multinacional), el danzón (Cuba), la samba (Brasil), la guaracha (Cuba), la bachata (República Dominicana) el mambo (Cuba). Por estos años Carlos Gardel (el tango), Celia Cruz (el son), Pedro Infante (la ranchera) son icónicos. En los 60 y con el magma musical del blues, del rock and roll y del rock unidos a los movimientos contraculturales y de antiguerra, los ritmos latinoamericanos se incorporan a esa batalla de festejo, igualdad y justicia. Entonces emerge la genialidad de la salsa, la nueva trova, la bossa nova. Se hacen icónicos el gran Maelo (salsa), Héctor Lavoe (salsa), Chico Buarque (bossa nova), Gilberto Gil (bossa nova), Facundo Cabral (nueva trova). En Venezuela esos ritmos eran conocidos y sus cantantes también. De los venezolanos con música propia surgen Simón Díaz (joropo, tonada), La Billo’s (merengue, banda activa desde los años 40), La Dimensión Latina (salsa, son, bolero), Felipe Pirela (bolero), Oscar D’ León (salsa), José Luis Rodríguez “El Puma” (balada). Por ello en la sangre de nuestra personalidad llevamos música genial, impura pero con el color de la fe y de la esperanza. La música con el color de nosotros mismos.

*Apuntes de un adolescente trasnochado

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