ESCRÍBEME LA LUZ


Por Salvador Montoya/Escritor
Sucedía que al final de la jornada escolar él terminaba sin su lápiz.
-Hay alguien que siempre me lo roba, mamá –acotaba el niño ante la pregunta maternal sobre los útiles de la escuela. Sin embargo, esta vez esperó que todos sus compañeros de clase salieran del aula y fue a la cesta de basura a sacar punta.
La maestra le dijo:
-Beto, apúrate que nadie puede quedar solo en el salón.
Cuando fijo la vista en la cesta de basura reconoció un lápiz casi entero. Pensó que tal lápiz podría servirle de repuesto si perdía él que tenía. Pero al tomar el lápiz echado en la cesta de basura le entró como un estornudo. Y sintió de golpe una carga inesperada de pasión por escribir. Con pena callada fue hasta su pupitre y comenzó a escribir su propia historia. Sintetizó las peleas de sus padres durante el embarazo; se le fue revelado que su madre deseaba que fuera niña; se compadeció del dolor de su madre cuando fue a darlo a luz. El niño vislumbró los aplausos cuando llegó a casa todo bebé café con leche; miró como cerraba los ojos ante los flashes de las cámaras fotográficas.
Era un rockstar.
El lápiz le decía que se viera como un campeón, como un soñador, como un caballero, como el Rey Arturo, como el líder indígena Guaicaipuro. El lápiz como un profeta escapado de los tiempos futuros le mostraba su primer cumpleaños, su afecto por la leche maternal, sus lágrimas ante las pinchadas de las vacunas, sus fiebres esporádicas por gripes virales.
El niño viajaba con el lápiz por los ríos profundos de su alma. A veces observaba como su madre lloraba a solas con él en madrugadas frías. Entonces él le sonreía. Todavía a esa edad no sabía concebir la palabra correcta de consuelo. Pero el lápiz le mantenía en un vilo apasionado. Unos momentos se le notaba eufórico y otros totalmente melancólico. ¿Qué clase de lápiz es éste? Y mientras escribía su historia lograba definir su personalidad, concretaba su amor por los gatos, por las películas de robots y su disgusto por la música clásica (esa que ponía su papá todas las noches antes de dormirlo). En cambio disfrutaba hasta el infinito la salsa y el merengue que su madre bailaba con él cuando lo tenía en brazos. Se daba cuenta que era un niño encantador.
Y alcanzó hasta el primer día en que llegó a clases y se quedó solo ante el montón de extraños. Alguien lo besó y lo abrazó. Le dio una bienvenida cálida. Giró su cabeza y se fue con su mirada triste ante el adiós de su madre.
-Tranquilo, que yo te vengo a buscar en un rato. Esta es la escuela. ¡Es maravillosa! Dios te bendiga –le dijo ella y lo besó en cada mejilla.
Y así fue descubriendo los nombres de amigos, las letras del amor, las ideas para leer, los números de las cuentas. Y los juegos, el parque. ¡Qué increíble era la escuela! También se quedó obnubilado ante la magia de una niña de cabello rizado. La veía y por dentro su corazón estallaba de una energía desconocida. Escribió sobre el día en que estaba lelo mirándola y la maestra le dijo: “¿Qué te pasa, Beto?”.
-Siento la belleza aquí adentro –y señalándose con su dedo índice el pecho, siguió diciendo –cuando la veo. Y suspiró profundamente. Dibujó corazones y un sol verde gigante entre montañas azules. Esa fue su primera carta de enamorado. Y la maestra se echó a reír. Ahora que lo recuerda siente un nerviosismo alegre.
-Dame ese lápiz –le interrumpió la maestra, quitándole el lápiz- nadie se puede quedar en el salón. ¡Es hora de salir, Beto!
Entonces ocurrió el otro milagro: sintió el calor de la historia de la maestra. Ella había tocado el lápiz y retiró a Beto de su asiento y comenzó a redactar como calígrafo medieval las experiencias de sus adentros. Aquel lápiz hacía fluir la sangre de los deseos, los cantos de las desgracias y los poemas de los sueños cumplidos u olvidados. El niño fue testigo de las travesías recorridas por su maestra para llegar a ser quien era. La miró superar la escasez familiar, el rechazo, la discriminación, el divorcio, el amor por los niños, la navidad, las noches de fiesta. Todavía ella tenía heridas, vivencias que le dolían pero su cuaderno se llenaba de luz, de mucha luz. Porque el lápiz exigía que se escribiera la luz del alma. Por eso Beto veía a las personas como fuegos, como magma de colores iluminando la tierra y el cielo.
Lechería, Julio, 2017

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